No se crean ustedes que me refiero a la marabunta de mosquitos que todos los veranos revolotean en la rivera del Manzanares, incómodos vecinos de temporada expertos en chuparnos la sangre y zumbarnos al oído en las calurosas noches de duermevela; tampoco les hablo de las bandadas de palomas, sucias y ruidosas, inquilinas perpetuas del cielo madrileño, especialistas en atascar las bajantes y en dejarlo todo hecho una pena de diarreas repugnantes; ni siquiera pretendo asustarles con la imagen sórdida de las partidas de ratas que asoman el hocico por los sumideros de los patios de vecindad o se pasean por los rincones más sucios de la ciudad; lo que me propongo es denunciar la multiplicación de terrazas en cualquier vía pública de nuestro Madrid.
No hay acera, ancha o estrecha, con árboles o sin ellos, céntrica o suburbial, que no haya sido ocupada por esta nueva plaga de cañas y combinados servidos al aire libre. Cualquier barucho de mala muerte, cualquier quiosco de refrescos y helados o cualquier puesto de avituallamiento líquido emula a los locales de toda la vida y extiende sobre un territorio que era libre, propiedad de todos, los enseres que le viene en gana. Como si fueran aquellos chabolistas de los malos tiempos, de la noche al día, levantan su chiringuito de mesas, sillas, barriles, maceteros y entoldados. Donde antes había un lugar abierto y transitable aparece ahora un bebedero repleto de fumadores empedernidos, pandillas de adictos al botellín, chicuelos juguetones y camareros equilibristas que regatean al paseante con sus bandejas metálicas en la palma de la mano. Un espectáculo novedoso que bien pudiera aportar algunos puntos más al expediente elaborado para conseguir los Juegos del 2020.
Aquí se juntan el hambre provocado por la crisis con las ganas de comer de la hacienda municipal, la penuria de los parados y la quiebra de tantísimos negocios hosteleros con la voracidad recaudatoria del Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid. Nunca se factura lo suficiente para financiar la deuda heredada de tantos años de manga ancha. Hay que sacarle más partido a nuestras calles y plazas, piensan en Cibeles, y como ya se cobra por aparcar y circular, por sacar y meter el coche en el garaje y por colocar chirimbolos publicitarios en las esquinas, han pensado en privatizar las aceras y hacer caja por el aprovechamiento de esta superficie comunal. Nuestros regidores vuelven a pasarse los derechos vecinales por el llamado arco del triunfo y se olvidan de ciertas normativas fundamentales que pueden estropearles la cuenta de resultados. En muchos casos, demasiados ya, las terrazas dificultan el paso a los viandantes, invaden zonas comunes, se prolongan indefinidamente o se agrupan en corrillos infranqueables, acumulan desperdicios sin cuento que luego hay que limpiar y provocan ruidos y escandaleras que perturban el descanso de los durmientes. Basta con recogerlas de madrugada y desplegarlas por las mañanas para incordiar más de lo debido a los ciudadanos.
Siempre hubo en Madrid veladores acogedores y sombreados dispuestos para el uso y disfrute de los madrileños. Se repartían armoniosamente en los paseos, jardines y parques de la capital. Los había, y así se perpetúan, elegantes y carísimos, populares y verbeneros, merenderos de campo donde se cenaba de tartera o módicamente a la carta, bailongos de fiesta y jarana ocultos bajo tupidos emparrados o simplemente se instalaban para refrescar las gargantas secas y consumir el tiempo a la fresca del ocaso. Lo de ahora es un innoble mestizaje de dinero fácil y contratos basura sin futuro alguno, algo muy distinto de la filosofía para emprendedores que pregona el conservadurismo nacional y nuestras autoridades locales y regionales. ¡Señora Botella, alcaldesa de Madrid, todo tiene un límite y usted no debe consentir que nuestras calles, que son de todos y estaban donde están antes de que aterrizara en la Plaza de la Villa, se conviertan en una inmensa tasca urbana!
No hay acera, ancha o estrecha, con árboles o sin ellos, céntrica o suburbial, que no haya sido ocupada por esta nueva plaga de cañas y combinados servidos al aire libre. Cualquier barucho de mala muerte, cualquier quiosco de refrescos y helados o cualquier puesto de avituallamiento líquido emula a los locales de toda la vida y extiende sobre un territorio que era libre, propiedad de todos, los enseres que le viene en gana. Como si fueran aquellos chabolistas de los malos tiempos, de la noche al día, levantan su chiringuito de mesas, sillas, barriles, maceteros y entoldados. Donde antes había un lugar abierto y transitable aparece ahora un bebedero repleto de fumadores empedernidos, pandillas de adictos al botellín, chicuelos juguetones y camareros equilibristas que regatean al paseante con sus bandejas metálicas en la palma de la mano. Un espectáculo novedoso que bien pudiera aportar algunos puntos más al expediente elaborado para conseguir los Juegos del 2020.
Aquí se juntan el hambre provocado por la crisis con las ganas de comer de la hacienda municipal, la penuria de los parados y la quiebra de tantísimos negocios hosteleros con la voracidad recaudatoria del Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid. Nunca se factura lo suficiente para financiar la deuda heredada de tantos años de manga ancha. Hay que sacarle más partido a nuestras calles y plazas, piensan en Cibeles, y como ya se cobra por aparcar y circular, por sacar y meter el coche en el garaje y por colocar chirimbolos publicitarios en las esquinas, han pensado en privatizar las aceras y hacer caja por el aprovechamiento de esta superficie comunal. Nuestros regidores vuelven a pasarse los derechos vecinales por el llamado arco del triunfo y se olvidan de ciertas normativas fundamentales que pueden estropearles la cuenta de resultados. En muchos casos, demasiados ya, las terrazas dificultan el paso a los viandantes, invaden zonas comunes, se prolongan indefinidamente o se agrupan en corrillos infranqueables, acumulan desperdicios sin cuento que luego hay que limpiar y provocan ruidos y escandaleras que perturban el descanso de los durmientes. Basta con recogerlas de madrugada y desplegarlas por las mañanas para incordiar más de lo debido a los ciudadanos.
Siempre hubo en Madrid veladores acogedores y sombreados dispuestos para el uso y disfrute de los madrileños. Se repartían armoniosamente en los paseos, jardines y parques de la capital. Los había, y así se perpetúan, elegantes y carísimos, populares y verbeneros, merenderos de campo donde se cenaba de tartera o módicamente a la carta, bailongos de fiesta y jarana ocultos bajo tupidos emparrados o simplemente se instalaban para refrescar las gargantas secas y consumir el tiempo a la fresca del ocaso. Lo de ahora es un innoble mestizaje de dinero fácil y contratos basura sin futuro alguno, algo muy distinto de la filosofía para emprendedores que pregona el conservadurismo nacional y nuestras autoridades locales y regionales. ¡Señora Botella, alcaldesa de Madrid, todo tiene un límite y usted no debe consentir que nuestras calles, que son de todos y estaban donde están antes de que aterrizara en la Plaza de la Villa, se conviertan en una inmensa tasca urbana!
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